Desde que el abuelo fue, hace muchos años, a recoger la hierba tirando para arriba de San Frutoso, todos hemos tenido un temor reverencial por aquella curva, donde desembocaba una pequeña zanja cubierta ya de árgomas, pero por la que en cualquier momento podía asomar la cabeza de aquel lobo feroz. Según la añeja leyenda familiar, el lobo y el abuelo se miraron, separados por el miedo mutuo, y uno volvió a su hambre y el otro a su pena. O al revés.
Recuerdo siendo niño las aventuras, con una Orbea—o una BH, tanto da—yendo a honrar, sin saberlo, al santo. A San Frutoso y a su abad Vasconio. Nos sentábamos en la lápida que hacía de bancada en el pórtico y leíamos la extraña inscripción—IVASCONIFEAS—sin entender que la piedra, partida como estaba, atestiguaba notarialmente: aquí yace Vasconio. Cuando en la década de 1980 las excavaciones arqueológicas sacaron a la luz los restos del monasterio, de Vasconio y de todos sus hermanos después de más de nueve siglos, había calaveras cubiertas de pelo y restos rebeldes a toda descomposición, como si Dios y el tiempo no fueran con ellos.
Aquella excavación, de urgencia, volvió a tapar los restos, como estaban. Y ahí siguen hasta hoy. Los pocos capiteles románicos no les hacen parecer tan absurdos, pero su único contexto es el tiempo y el silencio.
Pero hoy sigo, cada mucho tiempo, yendo a San Frutoso y en la curva en la que la cara del lobo amenazó a mi abuelo, entre árgomas, siento más miedo que nunca. Porque cuando era niño sabía que podía matar al lobo.
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